viernes, 17 de octubre de 2014

Un "pranzo" en I'brindellone

Al otro lado del río Arno, mucho más allá del Santo Spirito. Después de andar y andar, vagando por las calles, entre el sol, por fin el sol, y la penumbra, noto que el estómago reclama lo suyo. Son casi las dos de la tarde y el momento es ya. Ahora o nunca. En Florencia estás al borde si llegas a las dos a comer. Al dueño no le importa. El negocio es el negocio, pero en la cocina, los cocineros, llegada esa hora, todo el que osa pedir un plato, es objeto de la más variada colección de improperios malsonantes y feos gestos. Me han ofrecido la mesa del fondo, mesa pequeña, para uno. “Si te gusta”, me dice el camarero. Me gusta.

Desde esta tranquila atalaya se oye y se divisa el animado bullicio de la gente de Italia a la hora de una comida en familia o con amigos. Cerca, otro comensal solitario disfruta aparentemente de la indolencia colectiva. Me traen ya el solomillo hecho a la parrilla al punto que le ha parecido al cocinero que, por cierto, es perfecto.

En la mesa, dispuestos ordenadamente, están los platos con la carne, el bol de ensalada , el pan al gusto toscano, sin sal y una jarra de cristal, de esas que recuerdan a un decantador, llena de buen vino tinto, ligero y amable. Aliño la ensalada con ese aceite verde y turbio que tanto me fascina y me entrego con parsimonia a dar buena cuenta de todo ello.

Más allá, enfrente y de perfil tengo la silueta de una mujer de mediana edad que reúne todos los encantos que, para mí, posee una mujer atrayente. Delgada, discretamente bella, esa belleza serena, natural, sincera, con sólo un leve par de pendientes por todo artificio. Gestos armónicos y voz suave, alejada de todo histrionismo.


Termino mi comida y luego de pagar, me deslizo por los empedrados como flotando hasta que llego a un pequeño parque de los que tanto escasean en esta ciudad. Hay perros, niños, ancianos, vida familiar y un banco donde, sentado, me abandono al más placentero de los sopores…

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